LA ESTÉTICA DEL FLÂNEUR EN EL POEMARIO "LA VENTA" DE JOSÉ CARLOS BECERRA
Capítulo I: primeros pasos. vida y obra
1.1 Trasfondo enunciativo y contexto
La
vida de José Carlos Becerra siguió al pie de la letra aquella máxima de Stephen
Gay Gould según la cual “la postura hace al hombre”, pues desde su infancia, da
comienzo la irreversible experiencia vital del paseo reflexivo con la necesidad
de ir hacia una minúscula biblioteca, engrandecida por una pequeña ciudad,
indagando en los libros que pudiera llevarse en préstamo a domicilio para de
este modo leer en casa a pierna suelta durante largas horas, sin mayor
preocupación que los tábanos o mosquitos que le rondaran; y también, por
supuesto, de aquellas escapadas al cine donde se acumularán fantasiosamente como
recuerdos, las primeras palabras que posteriormente dispersará, no sin azar, en sus
primeros versos y quizás del mismo modo en los últimos que escribió; de los
paseos dominicales en familia por la marginal y ardiente ciudad, donde ponía a
disposición intensa, primeramente, el cuerpo y después el alma, como sucede con
los poetas; asimismo, en el correr ya de la adolescencia con aquellos vagabundeos
macabros que emprendió entre tumbas y epitafios del panteón municipal, parecidos
en picardía y malicia a los realizados por José de Bardón[1];
de la postura asumida durante los frecuentes recorridos por los parques del
trópico donde con la vista y algún poema en formación, seguía a las muchachas en
su ‘trote rebotado’ de caderas; también, desde luego, de la tradicional visita juvenil, pero siempre secreta (según se cuenta), al prostíbulo más público, buscando acicatear
la virilidad propia de los años. Es sobre estos pasos de Becerra, efectuados en la
infancia y adolescencia y no tan después, como bien lo señala Sigmund Freud en El creador literario y el fantaseo
(1908), donde encontramos las primeras huellas de su quehacer poético. Placeres
previos que lo condujeron hacia la lógica sensible, sin restarle mérito a los cuentos y
leyendas que escuchó en boca de sus más cercanos familiares, cuyo folclore le resultó básico para alimentarse de la narrativa durante un tiempo, y en otro tiempo, pleno de madurez: el aprecio por lo simbólico y mítico como modo de representación poética. No
obstante, aquella necesidad de traslación en el poeta, paradojalmente[2]
llegará a su locomoción final, a los treinta y cuatro años, cuando en Alemania a bordo de un automóvil de segunda mano (para recorrer parte de Europa), terminará volcándose en la ciudad italiana de Brindisi, el 27 de mayo de
1970, ante una curva única y ni siquiera peligrosa, a causa, seguramente, del “estrépito
festejante y por la fe en el futuro”[3]; concluyendo así, de forma intempestiva, su vida como poeta; encaminado a entrar, apenas, en el gusto lector; entrando, también, en la crítica literaria, pero ya no más a bote pronto como antaña sino con reconocimiento a su oficio
y obra.
A raíz de ello, para el análisis previo sobre el trabajo de José Carlos Becerra es necesario indagar, primeramente y sin cortapisas, en
las lecturas que influyeron para bien o para mal en su quehacer literario que él mismo refirió en entrevistas concedidas de manera especial a Luis Terán y Alberto Díazlastra, hablando con agradecimiento sobre Marcel Proust, T. S. Eliot, James Joyce y Robert Luis
Stevenson. Autores en cuyas obras se aprecia, igualmente, la práctica estética
del flâneur y de la cual Becerra asimilaría temas y técnicas que fue implementándolas en su estilo. Tampoco podemos
pasar por alto la serie de amistades con las que se rodeó, destacando Octavio Paz entre ellas, cuya influencia quedó constatada
por el género epistolar entre ambos y por el reconocimiento que el
autor de Piedra de Sol le hizo al incluirlo en su antología Poesía en movimiento (1966), donde este autor de talla mundial fungió
como rector del libro. Incluyeron no solamente a los poetas de la
generación inmediata sino también a los jóvenes que, según los editores, representaban la nueva lírica que daría brillo y actualidad a
la literatura mexicana. En este sentido, Álvaro Ruiz Abreu manifiesta que el encuentro de
Becerra con la obra de Octavio Paz comienza en los años sesenta: “Platica con él,
y los puntos de probable coincidencia se podrían sintetizar en esta pregunta:
¿cómo abolir de una vez por todas la tradición y, aprovechándola, proyectarse a
lo universal, a la modernidad?”. Transgresión, ruptura, desintegración:
negación y crítica. Esto es lo que Paz encontraba en aquellos poetas modernos.
Con aquellos escritores que
formaron parte de la celebérrima antología, Becerra mantendrá afinidades
literarias y de amistad, principalmente frecuentaría a Gabriel Zaid y José
Emilio Pacheco. Al respecto, Ignacio Ruiz Pérez ha dicho sobre estos
tres poetas que ellos “introducen en México una ruptura al intensificar la idea
de la poesía como proceso creativo y al asentar una visión más pasajera y fugaz
del poema (lo culto en perfecta amalgama con lo coloquial y con la cultura
popular. La crítica de poesía…como una conversación:
al leer poesía también ejercen una lectura libre, que más adelante se traslada
al poema […]”. (2008, 48). Por otra parte, con otros poetas de aquella
antología tendrá sobre todo un apego estilístico (hablamos de Eduardo Lizalde y
Marco Antonio Montes de Oca), y durante un corto tiempo, mantendrá un apego
ideológico con los integrantes del grupo La Espiga Amotinada. Por consiguiente,
desempeñará, brevemente, un activismo político al formar parte del Movimiento
América Latina en defensa de la Revolución Cubana. Mencionemos,
además, sobre estos derroteros, como bien señala José Joaquín Blanco, que Fotografía
junto a un tulipán (1969) fue un relato que le sirvió de pretexto a
Becerra para desdoblarse en José Calcáneo Díaz (pariente lejano), mostrándonos
así su perfil contestatario, característica de muchos de los poetas de los
sesenta; ya que los conflictos de Vietnam y Cuba, exacerbaron los entusiasmos
marxistas y de izquierda, por lo que a la menor oportunidad literaria, el poeta
tabasqueño nos hizo saber, a manera de ‘teatro épico’, su Sympathy for
the Devil.
Sin embargo,
anteriormente ya nos había insinuado sus náuseas por las injusticias sociales
en poemas como ‘Vamos a hacer azúcar con vidrios’, ‘El espejo de piedra’,
‘Nalpam’ e ‘Isaías’. Asimismo, Becerra consigue también que, como lectores o
espectadores de Fotografía junto a un tulipán,
nos infiltremos entre el público, al igual que los poetas José Asunción Silva y
Salvador Díaz Mirón, detrás del aura y caminata del
poeta José Calcáneo Díaz, con rumbo al espectáculo del fusilamiento, para que
enseguida y como invitados especiales formemos parte también del cortejo
fúnebre. Igualmente, el origen francés de su padre lo tenía presente, pues
el agrado por el uso de galicismos se aprecia en este relato con ‘chalet,
troupe, boutades, landós, pongée, buffet, flux’. Además de que los poetas de la flânerie francesa
como Rimbaud y Apollinaire aparecen dimensionados como pictogramas de
quienes transitan sobre el asfalto.
En cuanto a
sus viajes fuera de México donde lo alcanza el sombrío reino de las ideas,
Becerra realiza los recorridos de un flâneur turista, culto,
intuitivo, deseoso de respirar todo lo que sea artístico, de tal modo que se
dedica a callejear en busca de galerías de arte, museos, teatros, plazas; todo
lo que signifique y huela a arquitectura le interesa. La construcción estética era
una de sus pasiones, al grado de estudiarla en la UNAM durante unos meses.
Al respecto, los planes (truncados) de trasladarse a Grecia, no tuvieron otra
intención que flanear por los restos arqueológicos de la cultura helénica.
Esta flanerie en Becerra no es azarosa, la política en la
Ciudad de México de aquellos años se movía en este ambiente; influyó en sus
habitantes una ‘cultura media’ que estaba tomando la palabra[4],
los gobiernos de Miguel Alemán, Ruiz Cortines, López Mateos y Díaz Ordaz fueron
“sexenios de turismo, museos y actividad diplomática para que se reconociera la
modernidad”[5].
Es así
como nuestro poeta, ya estando fuera de México, primeramente caminará por las
calles de la Ciudad de Cristal: Nueva York. A lo que enseguida, mediante un viaje marítimo llegará a Londres, metrópoli en la que radicará algunos meses y donde tendría sus encuentros con Octavio Paz y Mario Vargas Llosa. Este último, en una carta a
Lizandro Chávez Alfaro, cuenta de la amistad reciente con él y destaca el gusto
que ambos tenían por Rubén Darío, poeta nicaragüense de quien Becerra parece copiar
los itinerarios de su flanerie en
Europa. Por ello se traslada de Londres a
Alemania, ya con una mirada panorámica, recolectora de impresiones visuales, y desplazándose ahora en automóvil por territorio teutón, en la búsqueda de nuevos cuadros fisiológicos, pero con una imprudencia de chauffeur en los pies.
Viaja así por París, Madrid, Barcelona, Roma, Nápoles y finalmente Brindisi: colofón de su callejeo por tierras extrañas. Sus observaciones terminan en
cartas, postales, entrevistas, charlas de café y desde luego en su ejercicio
poético. Los libros finales de La Venta, Fiestas de Invierno y Cómo retrasar la aparición de las hormigas son el testimonio de esta práctica de turismo literario, que también otro
mexicano como el modernista Amado Nervo, había ejercido en décadas anteriores, en
igualdad de condiciones (diplomático) a la de Rubén Darío, porque la flanerie como la
naturaleza tampoco da saltos.
No obstante, a la hora de contextualizar la poesía de
José Carlos Becerra, la crítica reciente ha puesto más el acento en sus influencias literarias que en las filosóficas, a pesar de que su razón sensible no estuvo bajo igualdad de circunstancias en sus primeros trabajos líricos sino con los últimos. A través del paseo con las palabras su quehacer literario fue también integrándose, constitutivamente, mediante diversas actividades y opiniones humanas. René Wellek en Literatura e ideas[6] repara
cómo “a veces, afirmaciones explícitas o ciertas alusiones ponen de manifiesto
la adhesión de un poeta a una determinada filosofía, o bien que tuvo
conocimiento directo de alguna filosofía, o al menos no se le ocultaban los
supuestos generales de ésta”. Sabemos a través de sus propias opiniones
literarias que Becerra hizo lecturas de Marx y Engels, así como de Camus,
Sartre y Benjamin[7]. Y fueron
las de estos dos últimos filósofos, las que no exentas de pasión, permearon más
en su labor poética. Esto no resulta casual pues los sesenta fueron tiempos en
que se leían obras controvertidas como Escucha
yanqui, Los condenados de la tierra y El
hombre unidimensional; asimismo la nueva narrativa del ‘Boom’
latinoamericano ponía énfasis en la historia y la política, además de que
circulaban los suplementos y revistas como Siempre:
La cultura en México y Política; y
por si fuera poco a partir de 1965 estuvo a disposición el catálogo marxista de
la editorial Siglo XXI. El mismo fenómeno era receptivo entre los jóvenes no
únicamente a través de la vista sino también a través del oído, como bien lo
señala Enrique Krauze en su ensayo Cuatro
estaciones de la cultura mexicana pues: “Otro rasgo
generacional que perdura desde los sesenta es el enclaustramiento. La élite del
68 escribe y habla para su público cautivo, el de campus. A su vez, el público
del campus sigue únicamente a su élite, en libros, suplementos, periódicos,
seminarios, conferencias, emisoras radiofónicas, simposios, mesas redondas,
etc...”. Más tarde, en otra obra suya, Krauze subrayará en Retrato de un rebelde[8]
que “el ídolo intelectual de esos años era Sartre…Los maestros de las
facultades humanísticas pertenecían a la generación de Medio Siglo: eran
sartreanos y marxistas, habían estudiado en la Sorbona o en la Escuela de Altos
Estudios en París, habían ido a Cuba, habían escrito sobre Cuba, creían firmemente
en un futuro socialista para México”. Son precisamente estos años (1954-1969)
en los que José Carlos Becerra estaba habitando en la Ciudad de México y en los
que deambulaba por los pasillos y aulas donde estas ideas se oían y comentaban:
en las facultades de Arquitectura y Filosofía y Letras de la UNAM.
Ahora bien, es innegable además la influencia de Walter Benjamin
en la obra de Becerra, desde el interés por hacer de la actitud dialéctica una
actividad literaria, vertiendo en su lírica con seriedad estética las nuevas valoraciones culturales del cine, la fotografía, la radio
y la televisión. Admite, además, su poesía, las preocupaciones que igualmente
se encuentran en Benjamin: el lenguaje, la historia, la memoria, las artes y la
estética. Del mismo modo que el ensayista alemán, dio también importancia
crítica a los señalamientos publicitarios (Aviso de ocasión, Bajo condición de informar, Aportaciones al progreso, Convocaciones). Aquellos que a mitad del
siglo XX, se han apoderado ya del espacio público (hombre-anuncio), por lo que
el infalible consumismo está ahora en imágenes espectaculares que invitan a la
satisfacción inmediata, y donde no sólo se muestra el discurso publicitario del
comercio, convertido en fetiche, sino también se exhibe la publicidad política,
que de igual modo, recuerda o promete la asistencia instantánea.
Otro de los rasgos
propios de Benjamin en Becerra, fue el influjo de la conciencia histórica y del
mesianismo, expresadas en forma de caricatura épica (Batman, Mandrake, Sam
Spade, Cesare ‘Rico’ Bandello) sobre el escenario de la modernidad. Pero
principalmente, la influencia clave de Benjamin en el poeta tabasqueño es la
figura del flâneur:
fantasma de las alegorías, domador de lo urbano, donde ahora no sólo la poesía,
sino también la filosofía, la ciencia, el marxismo y el psicoanálisis forman
parte de la capacidad de observación de este nuevo habitante del siglo xx. Pues si los avances de la biología
del siglo xix con su
terminología sobre anatomía y fisiologías (complexión, constitución, temperamento,
facultad, circulación, tránsito, locomoción, movimiento) habían cooperado en la
creación de esta categoría estética, los estudios filosóficos de Hegel y Marx
(alienación), así como los del psicoanálisis de Freud y Jung con su vocabulario
(tipo, carácter, introspección, inconsciente, personalidad,
escisión del yo, arquetipo), lo harían volver a caminar de nuevo sobre el duro
asfalto. La
Venta es en Becerra, una muestra de todo esto.
En oposición al
pensamiento de los dos filósofos mencionados anteriormente, consideramos que
otra influencia notoria en la obra de Becerra fue la de Pedro Abelardo. Este
francés se ganó a pulso el mote de Peripateticus palatinu, él
mismo presume en Historia de mis
calamidades su genio filosófico y el calificativo que le impusieron: “Con este espíritu me dediqué a recorrer disputando
todas las provincias en que se cultivaba este arte, convirtiéndome de este modo
en imitador de los peripatéticos”. Becerra nos hace entrever con
claridad en un diálogo que sostiene con Federico Campbell, lo cautivado que
estaba por el pensamiento y la vida pasional de este filósofo. No obstante, el
principal interés, a causa de su sensibilidad romántica, recae más en el deseo
de poetizar y sublimar la pasión amorosa entre el filósofo y su amante Eloísa,
de ahí que Becerra se diera más a la tarea en el apartado ‘Apariciones’ de Relación de los
hechos, de hacer presente la vida de pareja, reservados a la
pasión, buscando atrapar la enajenación amorosa mediante
la invasión reveladora del instante poético, aquella que en palabras de
Becerra, al aparecer, nos escinde en los momentos duros de soledad, porque
hemos descubierto que sólo a través de la mujer somos aquello que
éramos. Es por eso que el poeta mediante la invención intenta salvarse y
salvarnos aunque muchas veces, en la lucha memoriosa por el recuerdo de esa
imagen perdida, en la posesión de ese lenguaje, en el relato de estos hechos,
se fracasa irremediablemente. No obstante, “cuando el corazón dicta las
palabras, cómo podrá la pluma resistirlo”. Becerra volverá a reescribir sobre
esta mala tarea en el poema ‘El tema de la zorra’ pero ya en la obra de La Venta.
Es de notar que la
sección ‘Apariciones’ en el libro de Becerra posee un tono epistolar. La
nostalgia y melancolía (bilis negra para los románticos) como vida interior
imperan a lo largo de estos versos. Las cartas entre Abelardo y Eloísa fueron
de las más leídas por los poetas del romanticismo. Vemos, por lo tanto, que a Becerra no dejan de
atraparle los ideales románticos y mucho menos si poseen antecedentes galos.
Previo a su salida de Londres, cuenta Ladrón de Guevara en La ceiba en llamas,
que éste hablaba con frecuencia sobre la relación pasional entre Abelardo y
Eloísa, mientras que las ideas de este filósofo en torno al racionalismo
teleológico, las dejaría para otro momento, como ocurriría, por ejemplo, con el
poema ‘Preparativos para pasar la noche en un espejo’. Asimismo, entretanto los
tópicos del alma vagabunda, el caballero y filósofo andante, el temperamento
polémico, la pasión, el ocio, la picardía en el amor, en una palabra: la Golía,
continuaron intensificándose en su ánimo y actitud y a la vez fueron motivos de
su poesía. Seguramente ya en sus andanzas por Francia, no se le habrá pasado
por alto conocer la tumba compartida de Abelardo y Eloísa, y de paso leer el
epitafio que todavía permanece escrito en ella: “Aquí yacen dos
amantes finos: guárdate, caminante, de seguirlos”.
En cuanto atañe al gusto
tendencioso por una corriente literaria, diversos recursos estilísticos
asociados al romanticismo son ejercidos con inteligencia por Becerra en La
Venta, de los cuales distinguimos principalmente cinco de ellos: la ironía,
la analogía, la metáfora, el mito y el símbolo. Todos estos recursos están
organizados mediante un sistema poético idealista por definirlo de algún modo, al
cual no le falta unidad ni le sobran elementos pues estas esferas elocuentes gravitan
en torno al poema y se relacionan constantemente unos con otros. Becerra concibe
a la ironía en los términos de una conciencia escindida que se proclama como
moderna o de sublime urbanidad, en síntesis Friedrich Schlegel la denominó: ironía
socrática: interrogación. En sentido estético, es empleada entonces como descubrimiento
porque nace en medio de la duda y de la paradoja. Para Octavio Paz en Los
hijos del limo la ironía pertenece a la historia del hombre en su tiempo
finito e irrepetible y es la certeza del camino hacia la nada. El tema humano
es finalmente la historia, contradictoria por excelencia, el hombre es
historia, cuya crítica, desde el método mayéutico de Sócrates, buscaba cuestionarlo
por nacer como verdad fallida, ilusión tramposa que cuelga continuamente en los
ojos de los seres humanos con apariencia de fruto verdadero. Y cuando esta
ironía aparece en el poeta disociado, lo que queda en él, como dice Ruiz Pérez es
“el balbuceo, la soledad del sujeto ante el universo, silencioso y
desacralizado”. Es por eso que para el poeta romántico el remedio contra lo
finito, contra esta conciencia rota, contra esta alteridad, lo encontrarán en la
analogía: símbolo y manifestación de lo infinito, y junto a ésta, como
complemento o paliativo, el “titanismo”: el mito. Último recurso de una
exaltada contemplación. La analogía en Becerra es por lo tanto de raigambre
Kantiana (relación entre arte y naturaleza) y posee además algo de Novalis y de
su idealismo mágico: la magia es poesía (Movimientos para fijar el escenario).
A Paz, no le resulta contradictoria esta antigua creencia, pues en el fondo no
es más que el poder de las palabras “la poesía pensada y vivida como una
operación mágica destinada a transmutar la realidad. La analogía entre magia y
poesía es un tema que reaparece a lo largo del siglo xix y del xx,
pero que nace con los románticos alemanes”. No obstante, la influencia profunda
sobre la visión analógica provendrá principalmente del romanticismo francés, los
influjos serán de Baudelaire y Mallarmé, los poetas precursores del simbolismo
y crédulos de la alquimia del lenguaje. La Venta, el poema, busca
alcanzar fundamentalmente las aspiraciones de Mallarmé, de leer a la naturaleza
como un gran libro. Para Paz, la analogía manifiesta “el tiempo cíclico: el
futuro está en el pasado y ambos en el presente”. En este poema de Becerra, la
noche es el libro, la piedra es el mito, el mar es el presente, y la selva
exuberante, el tiempo que juega con nosotros. En cuanto a la metáfora, Becerra
volverá a Novalis, pues este procedimiento expresivo en el poemario La Venta
se relacionará con el mundo natural, el sueño, el mito, el lenguaje, el
uso mágico de las imágenes. A través de un repertorio de metáforas: náuticas, de personas, de cosas, del cuerpo,
de leyes físicas, de símbolos, petrificará en la imagen lo orgánico: la
metáfora mágica. No es otra cosa lo que nos quiere decir Ruiz Abreu cuando
asegura que en este libro “Becerra jugó con los símbolos de su imaginación
poética: los dioses antiguos, las ciudades ya destruidas, el conquistador que
vino a construir su propia historia, la naturaleza encendida…”. Y un tono
elegiaco y melancólico acompañarán a estos versos. En lo referente al mito, Becerra
partirá por el interés de los propios, los nacionales (la cultura Olmeca),
aunque también los creará o los convertirá en poesía, como hemos venido señalando
que lo hizo reiteradamente (Batman, El halcón Maltés…), porque estaba
convencido que la totalidad del mundo a través de ellos, expresa una visión
completa del pasado. Quizás creía que los mitos grecorromanos habían sido ya
saqueados totalmente, por lo que como pensaba Schlegel, intentó sustituirlos
por unos nuevos y poéticos. Este recurso estético fue lo que Hegel llamó
“mitología de la razón”. Estas ideas deberían ser llevadas a cabo, pensaba el
filósofo, con la ayuda del lenguaje metafórico. Esta mitología sería social e
histórica. Becerra creyó pues posible la creación de estos mitos naturales, e
intentó también recrearlos desde su origen griego, romano y cristiano, como podemos
ver que los llevó a cabo en los poemas: ‘Ulises regresa’, ‘Betania’, ‘Isaías
33’, ‘Lázaro’.
Idéntica importancia dio
Becerra al símbolo. Sobre la definición de este concepto literario, seguimos de
cerca la opinión de René Wellek cuando señala en Teoría literaria la
diferencia que existe entre los términos de ‘imagen’ y ‘metáfora’. Refiere
entonces que cualquiera de esta dos se convierte en ‘símbolo’ al repetirse “persistentemente,
como presentación a la vez que como representación…e incluso puede convertirse
en parte de un sistema simbólico (o mítico)”. El crítico asimismo precisa otra
diferencia en cuanto a lo que es ‘simbolismo privado’ y ‘simbolismo tradicional’. El primero
implica un sistema mediante el dominio constante de una misma imagen en el quehacer
literario de un escritor, mientras que el segundo es comprensible para amplios
círculos del público lector porque ha seguido una convención que pertenece a
los poetas del pasado. En la poesía de José Carlos Becerra es fácil identificar
las imágenes que forman parte de su sistema simbólico: en cuanto al privado
están la del espejo roto (vidrio, cristales, retratos), la piedra, la Historia
(memoria), el cuerpo, la estatua, la máscara, el lenguaje (la palabra, la
frase, el discurso, inscripciones). Y en cuanto al tradicional aparecen el
agua, el sueño, el viaje, la niebla, la luz y la noche.
Por último, cabe suponer
que este romanticismo tardío en los poemas que integran La Venta, posee todas
las características que remarca Ferrater Mora y que son: un interés por la
historia (La Venta), lo dinámico contra lo estático (Instrucciones
para la cacería), la religión pre-tradicional (Ya viene el cortejo),
la religión del futuro (Batman), la primacía de la intuición y del sentimiento,
lo imprevisible y lo multiforme (Preparativos para pasar la noche en un
espejo). Ruiz Pérez nos dice que es muy probable que José Carlos Becerra
haya adquirido esa visión romántica a través de Schlegel, de Nerval pasando por
Bécquer. Bastante del Simbolismo a través de Baudelaire primero, y luego con
Mallarmé y Rimbaud. Y las influencias del Modernismo por medio de Martí y Rubén
Darío.
Por otra parte, hay amplia aceptación de la crítica literaria en ubicar a José
Carlos Becerra en la llamada “generación del 68”. Enrique Krauze así lo
hace y establece las características particulares de los nacidos entre
1936-1950: son platónicos, buscan la unidad, la totalidad, lo homogéneo,
la revolución, la utopía. Habría que agregar del mismo modo que esta ‘recaída
romántica’ entre los jóvenes poetas de esta generación, antes de llegar a su
punto álgido en octubre del 68, exaltó primero un escepticismo hacia la técnica y
la sociedad industrial. Sus coetáneos e impulsores estaban en Norteamérica,
París, Berlín y Londres. Asimismo, estaban sacudidos espiritualmente por la
Revolución Cubana y la Guerra de Vietnam. Su actitud romántica convivía también
con el existencialismo. Ha dicho Octavio Paz que los románticos alemanes e
ingleses fundieron teoría y práctica, arte y vida en sus textos críticos pues
estos “fueron verdaderos manifiestos revolucionarios e inauguraron una
tradición que se prolonga hasta nuestros días”. La generación del 68 pronto
comprendió entonces que para desprenderse de lo fantasioso que implicaba hablar
ya de visiones lejanas, había que salir a la calle, expresar el ‘proletariado
interno’ como lo llamó Herbert Marcuse, a través del vanguardismo de las
protestas. Estos reclamos se convirtieron con el paso de los días en un rechazo
ideológico al sistema imperante, a las instituciones del estado, al
autoritarismo gubernamental, a la alta cultura. Con el transcurso de los meses
el movimiento se politizó. Fue entonces que una especie de romanticismo
político entró en acción. En los tiempos del siglo xix, aquel movimiento
social, habría tardado años en extenderse, pero con el avance de la técnica en
los medios de comunicación, lo suyo resultó más dinámico y penetrante: los
sentimientos de marcha. Los himnos y cantos de Novalis eran ahora cantos de
lucha contra la explotación y la opresión, la música pop, los lemas de
propaganda, el graffiti… es decir, frente a los resabios de la literatura
romántica, la literatura engagée.
En el panorama nacional y geopolítico, el
país presentaba una estabilidad económica que lo haría aspirar a los dos
torneos deportivos más importantes del mundo: los juegos olímpicos de 1968 y el
torneo mundial de balompié de 1970, aunque la organización de este último le
llegaría mediante rebote. No obstante, la conducta antidemocrática y represiva
de sus gobernantes empezaría a mostrarse desde finales de los años cincuenta,
ante las huelgas de los ferrocarrileros (1958-1959). Posteriormente, harán lo
mismo contra la de los maestros (1960) y médicos (1965), sostendrán además una
persecución contra Lucio Cabañas (1938-1973) en las montañas de Guerrero
(1967-1973), y finalmente mostrarán el verdadero rostro del gobierno al
provocar la matanza de los estudiantes en Tlatelolco (1968).
Es este último suceso el que pondrá la marca indeleble a los nacidos entre 1936 y 1950 y a la cual Enrique Krauze bautizará por lo mismo como La generación de 1968. Al mismo tiempo un grupo de escritores de la época, buscando tener más contacto con estos jóvenes, emigran en su literatura hacia otros tipos de lenguajes como el caló y las jergas urbanas y hacia temas tabúes como el sexo y las drogas. Estos fueron conocidos como la “literatura de la onda”. Por otro lado, en contraparte aparecerá en el escenario de la poesía mexicana de la época, un grupo de mayor actividad que fueron llamados: “La espiga amotinada”. Estos concebían el lenguaje artístico, en el sentido Sartreano, no únicamente como edificador de arte sino como instrumento de acción. Pretendían por lo tanto brindarle un sentido social a la colectividad a través de sus obras. Deseaban que estas mismas fuesen utilitarias por esencia.
Acción para ellos era más que nada revelación: despertar las conciencias mediante poemas de crítica social. Si la obra de arte tiene algún valor es porque es un llamamiento. Sus líderes principales fueron Óscar Oliva, Juan Bañuelos, Eraclio Zepeda, Jaime Augusto Shelley y Jaime Labastida. Sin embargo, José Carlos Becerra se sentirá más identificado con el viejo concepto romántico de socializar a la poesía en vez de buscarle una utilidad social. Se integrará por lo mismo con otro tipo de escritores conformados por los poetas José Emilio Pacheco, Gabriel Zaid, Eduardo Lizalde, Marco Antonio Montes de Oca y Homero Aridjis.
Todos ellos habían crecido durante la existencia y desarrollo de estas luchas sociales, por lo tanto estaban al tanto de las condiciones sociopolíticas que estaban marcando al país, no obstante, fueron seducidos en algún momento por las becas gubernamentales, pero continuaron informados y conscientes de la manipulación ideológica que iban ejerciendo los medios de comunicación sobre las masas. Asimismo fueron aficionados desde sus comienzos a la cultura del cine y la radio, y encontraron en el lenguaje urbano del comic, los grafitis y los anuncios publicitarios, material poético con el que enriquecerían a la literatura mexicana con nuevas formas de poetizar.
De tal forma, fueron primordialmente ellos, y no los otros dos grupos, quienes marcaron la pauta para romper de manera más artística con la poesía anterior, y confrontaron así el mundo literario con nuevos recursos expresivos y retóricos. Los títulos de los libros de estos poetas son ejemplos de la apuesta o senda que se comenzó a trazar con este caudal de literatura mexicana: Los elementos de la noche (1963) de José Emilio Pacheco, Mirándola dormir (1964) de Homero Aridjis, Vendimia del juglar (1965) de Marco Antonio Montes de Oca, Cada cosa es Babel (1966) de Eduardo Lizalde, La máquina de cantar de Gabriel Zaid (1967) y Relación de los hechos (1967) de José Carlos Becerra. Al respecto dice Blanco que “una cosa es palpable en esta generación: la necesidad de cancelar poéticamente los mundos literarios anteriores…los sesenta traen la ‘revolución sexual’, la crítica a la familia, el deterioro de los más tiernos y ejemplares sentimientos e ideales, el noviazgo y el hogarismo se vuelven chistes”. Son estos libros enumerados quienes reúnen las características que José Joaquín Blanco señala. En lo que toca a los autores, Enrique Krauze califica a esta generación literaria del 68 como “individuos apasionados, sobreemotivos, románticos, honorables, transgresivos, insobornables, iconoclastas, perseverantes, que transitan del nihilismo al dogma” (Krauze, 1981). Finalmente, resulta curioso, que otra de las antologías más representativas de la poesía mexicana en las décadas de los 60 y 70, dentro de la cual fue incluido una vez más Becerra, haya tenido como título una metáfora que implica la flânerie: Ómnibus de poesía mexicana.
Es este último suceso el que pondrá la marca indeleble a los nacidos entre 1936 y 1950 y a la cual Enrique Krauze bautizará por lo mismo como La generación de 1968. Al mismo tiempo un grupo de escritores de la época, buscando tener más contacto con estos jóvenes, emigran en su literatura hacia otros tipos de lenguajes como el caló y las jergas urbanas y hacia temas tabúes como el sexo y las drogas. Estos fueron conocidos como la “literatura de la onda”. Por otro lado, en contraparte aparecerá en el escenario de la poesía mexicana de la época, un grupo de mayor actividad que fueron llamados: “La espiga amotinada”. Estos concebían el lenguaje artístico, en el sentido Sartreano, no únicamente como edificador de arte sino como instrumento de acción. Pretendían por lo tanto brindarle un sentido social a la colectividad a través de sus obras. Deseaban que estas mismas fuesen utilitarias por esencia.
Acción para ellos era más que nada revelación: despertar las conciencias mediante poemas de crítica social. Si la obra de arte tiene algún valor es porque es un llamamiento. Sus líderes principales fueron Óscar Oliva, Juan Bañuelos, Eraclio Zepeda, Jaime Augusto Shelley y Jaime Labastida. Sin embargo, José Carlos Becerra se sentirá más identificado con el viejo concepto romántico de socializar a la poesía en vez de buscarle una utilidad social. Se integrará por lo mismo con otro tipo de escritores conformados por los poetas José Emilio Pacheco, Gabriel Zaid, Eduardo Lizalde, Marco Antonio Montes de Oca y Homero Aridjis.
Todos ellos habían crecido durante la existencia y desarrollo de estas luchas sociales, por lo tanto estaban al tanto de las condiciones sociopolíticas que estaban marcando al país, no obstante, fueron seducidos en algún momento por las becas gubernamentales, pero continuaron informados y conscientes de la manipulación ideológica que iban ejerciendo los medios de comunicación sobre las masas. Asimismo fueron aficionados desde sus comienzos a la cultura del cine y la radio, y encontraron en el lenguaje urbano del comic, los grafitis y los anuncios publicitarios, material poético con el que enriquecerían a la literatura mexicana con nuevas formas de poetizar.
De tal forma, fueron primordialmente ellos, y no los otros dos grupos, quienes marcaron la pauta para romper de manera más artística con la poesía anterior, y confrontaron así el mundo literario con nuevos recursos expresivos y retóricos. Los títulos de los libros de estos poetas son ejemplos de la apuesta o senda que se comenzó a trazar con este caudal de literatura mexicana: Los elementos de la noche (1963) de José Emilio Pacheco, Mirándola dormir (1964) de Homero Aridjis, Vendimia del juglar (1965) de Marco Antonio Montes de Oca, Cada cosa es Babel (1966) de Eduardo Lizalde, La máquina de cantar de Gabriel Zaid (1967) y Relación de los hechos (1967) de José Carlos Becerra. Al respecto dice Blanco que “una cosa es palpable en esta generación: la necesidad de cancelar poéticamente los mundos literarios anteriores…los sesenta traen la ‘revolución sexual’, la crítica a la familia, el deterioro de los más tiernos y ejemplares sentimientos e ideales, el noviazgo y el hogarismo se vuelven chistes”. Son estos libros enumerados quienes reúnen las características que José Joaquín Blanco señala. En lo que toca a los autores, Enrique Krauze califica a esta generación literaria del 68 como “individuos apasionados, sobreemotivos, románticos, honorables, transgresivos, insobornables, iconoclastas, perseverantes, que transitan del nihilismo al dogma” (Krauze, 1981). Finalmente, resulta curioso, que otra de las antologías más representativas de la poesía mexicana en las décadas de los 60 y 70, dentro de la cual fue incluido una vez más Becerra, haya tenido como título una metáfora que implica la flânerie: Ómnibus de poesía mexicana.
1.2
la venta ante la
crítica
Dentro
de toda la obra recopilada de José Carlos Becerra, ha sido La Venta (1964-1969) uno de los
libros más celebrados por los lectores. A la par, escritores importantes en la
palestra literaria mexicana, han dado en general a su poesía una valoración
crítica y positiva. Abiertamente y por escrito lo afirmaron: Octavio Paz
(1973), José Joaquín Blanco (1973), Francisco Cervantes (1984), Álvaro Ruiz
Abreu (1996) y últimamente Ignacio Ruiz Pérez (2009). Sin embargo, a diferencia
de Relación de los hechos, La Venta como poemario no ha sido
todavía parteaguas para los estudios críticos. Tan sólo los poemas sueltos
de La Venta y Batman, que son principio y fin del
libro, han sido parte del análisis crítico en tesis académicas o en pequeños
ensayos para revistas especializadas, de tal modo que no podemos decir que se le
haya abordado como obra de una unidad estética y estilística. Únicamente La ceiba en llamas de Álvaro Ruiz
Abreu lo hace casi en su totalidad, pero de manera escueta, sin entrar nunca en
la crítica literaria pues su estudio es una elogiosa lectura interpretativa que
sigue muy de cerca la máxima de Xavier Villaurrutia de considerar a la Muerte
como nostalgia. No obstante, Ruiz Abreu (2010) deja claro en el
prólogo del libro que su trabajo debe ser visto como "un acercamiento a la
vida y obra de Becerra" y nada más.
José Joaquín Blanco afirma que "La Venta hace innecesario los demás libros reunidos...los subordina, rebasa, opaca y casi (o sin el casi) suprime", y Octavio Paz ha dicho en su prólogo a El otoño recorre las islas que la experiencia con la realidad hizo a Becerra escribir sus mejores poemas "sobre todo los que escribió después recogidos en La Venta..." (1973, 17). Ignacio Ruiz Pérez fue de los primeros en alzar la voz crítica desde la academia. En Lecturas y diversiones, la poesía crítica de Eduardo Lizalde, Gabriel Zaid, José Carlos Becerra y José Emilio Pacheco (2008), matiza desde un estudio comparativo la actitud crítica en que la poesía mexicana había desembocado a finales de los años 60 del siglo anterior. Actitud también de cambio y permanencia que José Carlos Becerra asumió con vitalidad. Nos parece además enteramente valioso este libro de Ruiz Pérez, por el conocimiento que proporciona desde la historia y crítica literarias sobre una generación de poetas que son fundamentales para la poesía mexicana contemporánea. En cuanto al poemario La Venta, el crítico chiapaneco únicamente menciona que algunos poemas (Batman, El halcón maltés) muestran que Becerra es “uno de los primeros poetas en México que reflexiona en su poesía sobre el cómic, el cine y la televisión” (Ruiz Pérez, 2008, 29). Es en Nostalgia de la unidad natural: la poesía de José Carlos Becerra (2009), donde Ignacio Ruiz Pérez se ocupa exclusivamente del poeta tabasqueño.
José Joaquín Blanco afirma que "La Venta hace innecesario los demás libros reunidos...los subordina, rebasa, opaca y casi (o sin el casi) suprime", y Octavio Paz ha dicho en su prólogo a El otoño recorre las islas que la experiencia con la realidad hizo a Becerra escribir sus mejores poemas "sobre todo los que escribió después recogidos en La Venta..." (1973, 17). Ignacio Ruiz Pérez fue de los primeros en alzar la voz crítica desde la academia. En Lecturas y diversiones, la poesía crítica de Eduardo Lizalde, Gabriel Zaid, José Carlos Becerra y José Emilio Pacheco (2008), matiza desde un estudio comparativo la actitud crítica en que la poesía mexicana había desembocado a finales de los años 60 del siglo anterior. Actitud también de cambio y permanencia que José Carlos Becerra asumió con vitalidad. Nos parece además enteramente valioso este libro de Ruiz Pérez, por el conocimiento que proporciona desde la historia y crítica literarias sobre una generación de poetas que son fundamentales para la poesía mexicana contemporánea. En cuanto al poemario La Venta, el crítico chiapaneco únicamente menciona que algunos poemas (Batman, El halcón maltés) muestran que Becerra es “uno de los primeros poetas en México que reflexiona en su poesía sobre el cómic, el cine y la televisión” (Ruiz Pérez, 2008, 29). Es en Nostalgia de la unidad natural: la poesía de José Carlos Becerra (2009), donde Ignacio Ruiz Pérez se ocupa exclusivamente del poeta tabasqueño.
En el capítulo ‘La Venta o la mitología de la
fragmentación’, encuentra un vínculo entre este poema y Tierra Baldía de T. S. Eliot. El
espacio distópico es la interrelación que une a estos dos poetas. Según el
crítico, esto lleva al sujeto lírico a manifestar su alienación por causa de
una ciudad en ruinas (La Venta), en
contraste con Batman, donde el
mismo sujeto se enfrenta a una ciudad moderna que lo estimula a reflexionar
desde esa alienación inmóvil a la que está sometido. Estas caminatas
peripatéticas que pasa por alto el crítico chiapaneco, por obvias razones de
distinto enfoque analítico, es la del flâneur
como historiador en La Venta “en
cuyas calles y avenidas resuenan sólo ecos del antiguo esplendor” (Ruiz Pérez,
2009, 94), y la del paseante de puertas adentro en Batman, el artista predispuesto desde una observación panorámica y
receptiva, que analiza lo transitorio y fugaz, donde lo dicho por
Baudelaire hace alusión a este tipo social urbano que tiene como pasión y afán,
el querer adherirse a la multitud. Sin embargo, el poema La Venta y Batman son principio y fin de este
análisis crítico de Ruiz Pérez, con lo cual una vez más queda fragmentado el
estudio del poemario en su totalidad. A nuestro parecer, La Venta se incluye dentro de esta
categoría estética de tradición eminentemente francesa. No es arriesgada la
hipótesis pues el mismo autor y a su vez la crítica literaria, han expresado la
influencia en su obra de escritores como Paul Claudel, Saint John Perse,
Charles Baudelaire y Marcel Proust. Estos dos últimos poetas fueron
practicantes de la citada estética.
1.3
La flânerie mexicana: costumbrismo y modernismo
La génesis estética del flâneur
comienza en el siglo XVIII con Ensoñaciones
de un paseante solitario (1782) de Rousseau. Prosigue en el siglo XIX con Teoría del andar (1833) de
Balzac, Physiologie du flâneur (1841)
de Louis Huart y El pintor de la
vida moderna (1863) de Charles Baudelaire. Por la misma época,
Inglaterra se suma a esta estética con Dar
un paseo (1821) de William Hazlitt,
Sketches by Boz (1836) de Charles Dickens y Thomas de Quincey
con Las confesiones de un fumador de
opio (1822). Edgar Allan Poe publica El hombre de la multitud (1840) e inaugura en América el
interés por esta categoría social literaria, aunque sea Londres el espacio
donde transcurre su relato. Asimismo, a Walt Withman con Cruzando el ferry de Brooklyn (1856)
y a T. S. Eliot con Tierra Baldía (1922)
se les ha vinculado con esta experiencia urbana. A comienzos del siglo
XX, Marcel Proust da a conocer En
busca del tiempo perdido (1913) y Apollinaire Le Flâneur des deux rives (1918).
Del mismo modo, Alemania también se adhiere a la tradición con El paseo (1917) de Robert Walser y
años después Walter Benjamín publicará en vida, el ensayo denominado Notas sobre los Cuadros parisinos
de Baudelaire (1939). Posteriormente, aunque de manera póstuma
el editor de Benjamín entregará a la imprenta el Libro de los pasajes (1927-1940).
Se ha hecho evidente que
la flânerie en México[9] se convierte en práctica
estética literaria con la publicación de los textos de Guillermo Prieto, Marcos
Arróniz y primordialmente los de Francisco Zarco, aparecidos la mayoría en la
revista de La Ilustración Mexicana entre el período de 1851 a 1856. Claro es
que este esteticismo aún estaba enmascarado dentro del periodismo, a través del
cuadro de costumbres, cuyas líneas buscaron exaltar el ánimo nacionalista, ante
los embates recientes del imperio yankee en suelo mexicano. Prieto es de los
primeros escritores en poner los pies sobre las empedradas calles de la ciudad
de México para describirla en su contexto social. Con su artículo Un
domingo contribuye a la inauguración de la flânerie en México. Los
textos importantes en este sentido fueron los que él llamó estudios de
costumbres, cuyo afrancesamiento es notorio, y que él mismo definió como
“examen de los sentimientos, de las ideas del hombre, la búsqueda de
tipos”. Por su parte, Francisco Zarco dará a conocer El Spleen, México
de Noche, El crepúsculo en la ciudad y Los Transeúntes; convencido
de que perderse entre la muchedumbre es una forma filosófica de
pasear. En tanto que Marcos Arróniz construye todo un Manual del
Viajero para el turista en México.
De
igual manera, el Costumbrismo europeo y específicamente el Modernismo
hispanoamericano de Rubén Darío, motivarán el afrancesamiento de Manuel
Gutiérrez Nájera, quien con los cuentos La novela del tranvía y En
la calle, da pie a esta estética en la literatura mexicana. Por su parte, Amado
Nervo manifestará su simpatía por la flanerie en sus crónicas amenas y
variopintas. En Del encanto de los viajes invita a flanear por los
sitios arqueológicos precolombinos (como lo llevará a cabo Becerra en La
Venta).
Asimismo,
en los primeros años del siglo XX, López Velarde será el “hombre de la calle,
el flâneur de la Avenida Madero” (Pacheco, 1999). Y finalmente, Luis G. Urbina,
en su Elegía del retorno reflexionará sobre el asfalto, aunque a la
inversa, destacando con filosofía el magnetismo de volver a casa, después de
una profunda caminata, aquél que Hazlitt y Stevenson expresaron sentirlo como
una atracción nostálgica, pues como diría Becerra: “Todo regreso es imán”.
Capítulo 2: Movimientos estilísticos para
fijar La Venta: Análisis
2.1 Como
un gran libro ilegible sobre la selva
[5]
José Joaquín Blanco, Crónica de la poesía mexicana, (Culiacán,
Universidad Autónoma de Sinaloa: 1970), p. 231.
[8] Enrique Krauze, La presidencia imperial, ascenso y
caída del sistema político mexicano (1940-1996).
Comentarios
Publicar un comentario