El inning de la suerte: ucronía de beisbol



El rey de los deportes…
Es mucho más que un juego.
Es un lenguaje y un refugio para la creación de lenguajes.
Francisco Hernández

Los partidos se jugaban por las noches debido al terrible calor del día. Y ya se sabe, dijo Huidobro, que a la noche se le cree hermana de la muerte. En aquel estadio murieron pequeños y grandes juegos inolvidables. Nunca registrados por las frías estadísticas pero sí por la caliente tradición oral. Jamás logró ser catedral del béisbol como un Yankee Stadium o un Fenway Park, ni tampoco lo necesitó, pues sus columnas también se cimbraron multitudes de veces con vituperios y saltos de aficionados. No obstante, el anarquismo en las gradas no siempre fue por el descanso eterno de un cuadrangular, sino también  por la espontánea aparición de un tren que partía en dos el diamante del campo. Aquel silbido horadaba primero el aire y ya después, conforme el ruido iba avanzando, el pasto del cuadro bajo se sacudía hasta vibrar de igual manera en todo el estadio. El jardinero izquierdo era el primero en oírlo porque por allí entraba el tren, en seguida lo oían el central y el derecho. Después los ampayers. Y éstos de inmediato suspendían el partido gritando a todo pulmón “bola muerta". Entonces los peloteros corrían despavoridos como si un torrencial aguacero los estuviera ahuyentando a sus casetas. La suspensión duraba alrededor de cinco minutos. Muchos aficionados sólo acudían al estadio, miedosos y deseosos a la vez de contar con la fría fortuna, de ver aquella noche al tren presidencial con todo su séquito de ánimas. Cuando aquello sucedía, se vociferaban desde las gradas, insultos y anatemas dirigidos a Victoriano Huerta y a todo su gabinete de traidores. Reanudado el juego, los beisbolistas se persignaban hasta tres veces antes de ingresar al campo y todos saltaban la raya de primera y tercera base, por el temor de llevar la mala suerte a su equipo. Aquello fue considerado un rito sagrado con el paso del tiempo. El no hacerlo, era visto como pisar los rieles por donde circulaba aquel tren fantasma. Muchos peloteros echaron a perder los juegos cuando omitieron por descuido esta costumbre. Se dice que Beto Ávila, que en su época amateur jugó en este campo, llevó a las ligas mayores esta regla cabalística nacida en México. Hoy muchos beisbolistas (principalmente los lanzadores), brincan estas líneas porque saben que éstas desembocan en la soledad de los jardines. 

      Era también de mala suerte, que cualquier beisbolista con gran talento contemplara el paso del tren, pues como castigo del más allá sufría un slump de bateo que no se le quitaba ni yendo a Catemaco. Y así, poco a poco veía esfumársele las posibilidades de jugar en la Liga Mexicana de Verano. Por eso los jugadores con grandes sueños, ya en sus casetas se olvidaban del patriotismo por un momento y preferían aguardar de espaldas al campo, el recorrido del tren. Hubo aficionados que bajo el calor de la cerveza, tomaron valor y saltaron al terreno de juego para aventarle botellas a cualquiera de los vagones. Sin embargo, éstas atravesaban la máquina como si hubieran atravesado el aire mismo. Varios de aquellos temerarios hombres se dislocaron el brazo por su osadía. Cuando se recuperaron por completo, una especie de reúma los estuvo fastidiando por toda la existencia. 

       El parque de pelota fue construido totalmente de madera en el año de 1922. Muy cerca del lugar donde posteriormente fue fundada la ciudad de Poza Rica, Veracruz. Hoy ningún tren pasa por allí. Tomaron otro rumbo cuando se apagaron por última vez las candilejas. La vía aunque desgastada permanece en su sitio. Los asientos y casetas son nidos de ratas. La barda de los jardines aún se distingue por encima de la maleza. La pizarra permanece en pie, aunque se ven reposar zopilotes sobre un viejo marcador que quedó pintado en el tiempo. Ahora sólo juegan en él, la soledad y el viento.

      Aunque contados con la mano, hubo peloteros quienes sólo jugaron para el presente sin pensar nunca en su futuro. Entre ellos estuvo un joven de 20 años, quien llevaba dos temporadas bateando arriba de cuatrocientos, y a mitad de la nueva tenía cuarenta partidos bateando por lo menos un imparable. Aquella noche había conectado dos jonrones y estaba en turno. Al suspenderse el partido, se hincó de manera extraña, colocando la rodilla derecha sobre la placa de bateo, y apoyado en el bate con ambas manos, esperó que el tren entrara al estadio. Tan pronto vio la silueta que buscaba, se acercó a aventarle el Madero en señal de desprecio. Algunos aficionados dicen que ese cristalazo oscureció para siempre uno de los vagones. Cuando en otras ocasiones regresó, la gente ya sabía que el único vagón sin luces era el de Victoriano Huerta y contra él apuntaban toda clase de objetos.
   El nombre de aquel beisbolista patriota, se diluyó juego tras juego hasta que fue sustituido por un emergente en un partido y ya no más volvió al roster del equipo ni a la memoria. Con posibilidades de saltar incluso hasta las grandes ligas, terminó jugando en el beisbol llanero de su pueblo como lanzador relevista. Abandonó en definitiva el deporte cuando salió lastimado de un partido. Teniendo en tres bolas sin strike a un bateador, le lanzó la cuarta bola a la cabeza y éste aunque esquivó el golpe, en su camino a la primera base le aventó el bate a la cara y después se le fue encima.Con el transcurso de las semanas, las cataratas en los ojos le hicieron ver no sólo su suerte, sino también a un equipo de siluetas que en los restantes innings de su vida, saltaron puntuales al campo todos los días.

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